EL HUERFANO DE TAMBO
COLORADO
Tres jóvenes mineros que se
habían unido para explotar una mina de plata a extramuros de la vieja ciudad
cerreña, vieron premiados sus esfuerzos y privaciones, en muy corto tiempo.
Habían descubierto un filón admirablemente fabuloso que, al explotarlo
debidamente, les dio ingentes cantidades que en las Cajas Reales las trocaron
en monedas de oro reluciente.
Desconfiados uno del otro,
decidieron encargar la custodia de sus riquezas a una cuarta persona, ajena a
sus intereses. Después de tanto buscar, determinaron hacer depositario de sus
caudales al viejo dueño del tambo que contaba con una fonda bien provista donde
tomaban sus alimentos como pensionistas. Al entregar los caudales, en un
pequeño cofre de madera revestida en cuero repujado, tuvieron mucho cuidado de
encargarle muy autoritaria, pacienzuda y constantemente que, el cofre,
solamente se lo daría a los tres juntos. Nunca a uno solo.
·
Debes recordarlo siempre que sólo a los tres
juntos nos entregarás este valioso encargo fruto de nuestro trabajo – dijeron.
·
Lo tendré muy en cuenta – dijo el depositario y
guardó el cofre en un buen escondite.
Así cuando los jóvenes querían
aumentar sus depósitos en el arca, conjuntamente lo solicitaban y, cumpliendo
su cometido, se lo devolvían. Así muchas veces. Fue transcurriendo el tiempo en
el que los jóvenes alternaban las duras tareas de la mina con sus semanales y
notables francachelas. Dos de ellos tocaban guitarras y cantaban, el otro tañía
el violín. Este último cuidaba mucho de su instrumento extremando su celo en
protegerlo; tanto es así, que para que esté seguro, se lo entregaba al viejo de
la fonda para que se lo cuidara con mucho empeño.
Un día, alegres y acicalados para
la juerga, salieron muy rumbosos y entusiastas; estando en la calle, repararon
que el violinista no portaba su instrumento por lo que lo conminaron a que
urgentemente se lo pidiera al posadero. El violinista les ordenó que lo
esperaran y raudamente se presentó ante el viejo al que ordenó:
·
Entrégame el cofre con nuestros ahorros.
·
¡No… tú sabes que ante los tres juntos y cuando
así me lo pidan lo entregaré! – Dijo indignado el posadero.
·
¡Claro que así ha de ser! – repuso el joven
violinista tranquilizándolo – para que veas que es así, acércate a la ventana y
delante de ti, ellos lo autorizarán – al oír esto el viejo le siguió y, desde
la ventana dirigiéndose a sus amigos, dijo:
·
¡Amigos del alma! ¿No es cierto que no tenemos
tiempo que perder y debe entregármelo? - como verán el astuto no mencionaba el
instrumento. Los amigos sin pizca de sospecha y suponiendo que se refería al
violín, desde abajo gritaron conjuntamente:
·
¡Claro que sí!…¡Dáselo inmediatamente!…
·
Muy bien – dijo el anciano – y se apartó a
cumplir la orden, en tanto el violinista decía a sus amigos:
·
Enseguida lo llevo. Ustedes adelántense que
pronto los alcanzaré.
Al ver que sus amigos se iban muy
confiados, el joven violinista fue hasta el viejo que sin ningún reparo le hizo
entrega del cofre.
Aquella noche después de pasar
gratas horas de alegría, llegaron al amanecer haciendo un ruido infernal. Para
acallarlos el viejo se levantó de su cama y fue al encuentro de los tunantes:
·
No hagan tanto ruido por favor que hay mucha
gente durmiendo en el Tambo.
·
Está bien – respondió uno de los jaranistas y
muy enojado prosiguió – ¿Dónde está nuestro compañero?
El anciano se quedó perplejo,
pero reponiéndose de su sorpresa, narró con lujo de detalles lo que había
ocurrido con el cofre. Todo fue enterarse de la ocurrencia para emprenderla
contra el viejo posadero a quien los perjudicados lo llevaron a empellones ante
la presencia del juez, que, al escuchar la historia, determinó que el viejo
debía pagar –en termino de 48 horas- los costos del perjuicio; caso contrario
sería despojado de todos sus bienes y encarcelado por toda su vida después de
ser flagelado públicamente en Chaupimarca.
Tan injusta y terminante sentencia del juez, sumió al pobre
anciano en un mundo de profundas cavilaciones y copioso llanto. Al verle de
esta suerte, un niño huérfano que le ayudaba en los quehaceres domésticos y a
quien –dicho sea de paso, trataba muy mal-, se atrevió a preguntarle:
·
¿Qué es lo que ocurre mi amo que tan angustiado
lo veo?.
·
¡Calla infeliz!…¡Nada podrás hacer tú por
evitarlo!…
·
“Una pena compartida, siempre es menos sentida”
dice el refrán, recuérdelo amo, insistió el huerfanito.
En un comienzo, el anciano se mostró tan remiso a compartir
sus penas que se sumió en un mutismo persistente; pero fue tanta la insistencia
del rapaz, que terminó contándole todo lo acontecido sin perder detalle alguno.
Al terminar el relato, escuchó al niño que con una mirada de inteligencia le
decía:
·
¿Si
soluciono su problema, me hará socio menor?.
·
¡Lo que sea!… –respondió el anciano- es tanto
lo que debo que todas mis pertenencias,
el tambo, la fonda y mis ahorros, no alcanzarían a cubrir mi deuda y terminaría
siendo azotado en Chaupimarca y encerrado en la cárcel de por vida.
·
Muy bien, señor amo –concluyó diciendo el
muchacho- retorne a la casa del juez y dígale: “Señor Juez: Tenga presente que
cuando los tres mineros me confiaron su dinero, me lo dieron con la orden
terminante de no entregarlo si no venían los tres juntos a pedírmelo. Le ruego,
por tanto, que se sirva usted mandar que vayan los dos que quedan a buscar al
compañero que falta y que se presenten aquí los tres juntos para que se cumpla
la condición; sólo entonces, de acuerdo con lo convenido, yo les devolveré el
dinero delante de usted”.
Admirado de la inteligencia del joven sirviente, el anciano
puso en práctica la recomendación por lo que el juez, muy seriamente, preguntó
a los reclamantes:
¿Es verdad lo que dice el viejo, que los tres pusieron esa
condición para devolverles el cofre con el dinero?
·
Sí, señor juez –contestaron los reclamantes.
·
Pues, bien.
Vayan en busca del tercer socio y en mi presencia recibirán todo su
dinero- terminó diciendo el juez.
Demás está decir que nunca dieron
con el tercer hombre, un malandrín que cargado de riquezas desapareció como por
encanto burlándose de sus socios.
El viejo posadero, agradecido por
la valiosa ayuda del huérfano e inteligente ayudante, informó a todo el pueblo
minero de las virtudes de éste y lo nombró su socio. A la muerte del anciano,
el joven hizo crecer sus propiedades y se convirtió en un rico propietario sin
dejar, por supuesto, la administración de la vieja posada de Tambo Colorado.
LA CUEVA DE LAS CALAVERAS (Leyenda)
Aproximadamente a dos leguas del
asiento minero de Atacocha, a la vera del camino de herradura que lo une al
Cerro de Pasco, puede verse una caverna de regulares dimensiones que lleva el
lóbrego nombre de: “La cueva de las calaveras”. Para explicar su origen, el
pueblo ha mantenido -generación tras generación- el relato que hiciera un
sirviente negro, testigo único de un espeluznante fratricidio de tres hermanos.
Estos tres jóvenes hermanos –cada
uno peor que el otro- eran hijos del más
poderoso y diligente minero cerreño del siglo XVIII, don Martín Retuerto. Sus
inmensas propiedades habían crecido tanto que bien podía decirse que era el
dueño de la Ciudad Real de Minas. Sin embargo, los frutos que le prodigara la
fortuna no estaban parejos con los que la naturaleza le había deparado. Cada
uno de sus hijos y los tres juntos eran la encarnación de todos los vicios
aposentados en esta nivosa comarca. Lujuriosos, bebedores, tahúres, mentirosos,
tramposos, cínicos…
La pertinacia de un trabajo
agotador que le hacía pasar horas enteras dentro de los socavones, mató al
viejo Retuerto. Un día fue encontrado exánime sobre los metales que había
acumulado. Sus ojos abiertos en una terrible interrogante de la nada,
resaltaban en su rostro cianótico y barbado. Nadie le lloró. Es más, los tres
malandrines dispusieron que fuera inmediatamente sepultado en el campo
santo de Yanacancha. Los rivales del
viejo difunto ¡Cuándo no! se apresuraron a ofrecer reluciente monedas contantes
y sonantes por las pertenencias mineras. Ni cortos ni perezosos los tres
“deudos” pignoraron yacimientos, ingenios, lumbreras, malacates, herramientas,
mulas, avíos, etc. a “precio huevo”, ante la admiración general. Total, los
“herederos” estaban felices de haberse desligado del rigor paternal que los
hacía inmensamente ricos.
Como es fácil suponer los dineros
de la venta no duraron mucho. Pronto se esfumaron en sedas, afeites y joyas con
las que emperifollaron a sus “queridas” en báquicas reuniones regadas de chatos
de manzanilla, jerez español, coñac, champañas y vinos franceses con los que
celebraron a sus amigotes; en las escabrosas sesiones de depravación con las
más afamadas hetairas de aquello tiempos y, sobre todo, en los verdes tapetes
de los garitos cerreños en los que, sin retirarse de sesiones de días enteros,
alternaban en rocambor, trecillo, veintiuno, briscán, criba, cu-cú, imperial,
mus, monte, siete y medio, póker, tute, etc. Siendo expertos en oros, copas,
espadas y bastos, encontraron a más diestros que ellos. La experiencia la
pagaron muy caro. En poco tiempo, como es de suponer, quedaron con los fondos
esquilmados.
Así las cosas, en la idea de que
un matrimonio ventajoso los sacaría de la ruina final, partieron a la muy noble
Ciudad de los Caballeros del León de Huánuco y, una mañana, muy de madrugada,
el pueblo los vio salir en compañía de su único y fiel criado negro.
Cuando los viajeros se hallaban
muy cerca de donde más tarde sería Atacocha, fueron sorprendidos por una fuerte
ventisca que los hizo cobijarse en una caverna que hallaron a mano.
Ya dentro, con el criado cuidando
de sus cabalgaduras a la puerta, decidieron echar una mano de dados en tanto la
tempestad amainara. En vano. La nieve siguió cayendo toda la tarde. Cerrada la
noche encendieron dos viejas lámparas mineras que las colgaron de las paredes
del antro; extendieron una frazada sobre la rocosa superficie y, en este
improvisado tapete, apuraron los vaivenes de un lance.
Las horas transcurrieron
implacablemente silenciosas, pero cargadas de una tensión cada vez más sombría
y amenazadora.
Codiciosos y taimados “timberos”,
se enfrascaron vehementes en el torbellino del juego. Las bolsas con sus
contenidos argentíferos cambiaban de dueño a medida que la blancura cubría los
campos; los dados, en sus caprichosas variantes numéricas fueron señalando
alternativamente la suerte de los jugadores.
Clareando ya el día, el mayor
había logrado adueñarse de las bolsas de sus hermanos que al no tener más que
apostar, pusieron sus relucientes puñales sobre el improvisado tapete. Era lo
único que les quedaba. En el postrero y definitivo lance, nuevamente la suerte
sonrió al mayor. Fue lo último que logró en el juego. Cuando estuvo a punto de
coger sus ganancias, los menores lo atacaron a puñaladas. Con los ojos
enormemente abiertos por la sorpresa del ataque; la boca torcida en un truncado
grito de protesta, cayó desangrándose inconteniblemente.
Dueños ya del codiciado pozo,
comenzaron el reparto; pero avarientos, ansiosos de poseer cada cual todo el
caudal jugado, se enfrascaron en una agria discusión que desencadenó una brutal
reyerta. Con los puñales en ristre, ciegos de codicia y obnubilados de ira,
fueron tasajeándose uno al otro, hasta que, exangües y agotados, ambos cayeron
definitivamente abatidos. Los tres murieron cosidos a puñaladas.
Mucho tiempo después, los
cadáveres fueron encontrados por la gente piadosa del lugar y los enterraron en
la misma caverna. Transcurridos los años y ante la negra leyenda que decía que
en las noches vagaban gimientes los esqueletos de los hermanos, los lugareños
separaron las calaveras de los cuerpos y las colocaron en unos agujeros de la
pared, a manera de hornacinas, en donde hasta ahora se hallan. A partir de
entonces, los que se atreven a transitar por aquellos andurriales, aseguran que
se oyen desgarradores gritos, maldiciones y execraciones. A la medianoche
aparecen tres espectros condenados que lloran inconsolablemente.
La confesión hecha por el criado
en su lecho de muerte, ha permitido que el pueblo llegue a conocer este
espeluznante suceso. Ahora ya nadie transita por aquel lugar maldito.
LOS TRES TOROS Por Lucrecia Dalguerre de Paiva
La autora que presentamos a
continuación, es la esposa del doctor Paiva, Juez de Primera Instancia en el
Cerro de Pasco y madre de la primera reina de belleza de nuestro Colegio
Nacional Daniel A. Carrión, que durante su estada en el primer lustro de los
cincuenta, recoge ésta y otras historias que ha publicado en varios medios de
difusión. Nos es grato considerar este relato porque viene a constituir una
hermosa variante a la historia vieja que nuestros abuelos nos narraron.
El gran hundimiento que se nota
al costado derecho de la bajada de Santa Rosa, en el Cerro de Pasco, era un
enorme cerro del mismo nombre, que tenía como particularidad estar cubierto de
abundante pasto que se extendía hasta los cerros aledaños.
Este campo era la ambición de los
pastores de ganados de la región, en especial los del pueblo de Pasco, que en
la época de sequía o de continuas heladas tenían que emigrar a otros lugares,
arreando sus rebaños, en busca de mejores pastos. Pero quienes pretendían
cruzar los límites del cerro Santa Rosa se atemorizaban por el riesgo de perder
la vida ante la feroz embestida de tres enormes toros de filudas astas; uno de
color rojo anaranjado, otro de blanco nieve y un tercero negro carbón. Cual
centinelas alertas salían los tres toros a merodear por las faldas del cerro en
espera de todo ser humano o animal que se aproximara, los que eran despedazados
y después consumidos por las aves de rapiña, quedando sólo osamentas en el
campo.
La noticia se había propalado por comarcas vecinas. La misteriosa
existencia de estos animales, era una continua amenaza para los que caminaban
por dicho lugar y para los pastores que se aproximaban a sus inmediaciones.
Crecía al mismo tiempo la codicia por al posesión del indicado cerro, que los
toros vigilaban, porque el pasto de Santa Rosa podía remediar la situación
penosa de los rebaños en las épocas de sequía.
Estas circunstancias hicieron que
los principales de los pueblos de la región se dieran cita y acordaran hacer el
“chaku” (cacería) de los toros. En efecto, al amanecer del día convenido se
alistaron treinta jóvenes de a caballo, armados de lanzas y lazos, capitaneados
por hombres de experiencia, y otros treinta peones provistos de hondas y garrotes,
seguidos también de muchos perros. Todos se encaminaron al cerro Santa Rosa,
guiándose por otros que iban llevando trompetas hechas de cuerno de vaca y
tambores. El sol era quemante, eran los meses de verano. Por fin, después de
una fatigosa caminata, pudieron llegar a un pequeño cerro de donde se podía
divisar a distancia, como puntos, a los tres toros y por las cimas revoloteaban
cóndores oteando alguna presa. Se acordó hacer el alto con el fin de que los
caballos tomasen un poco de pasto, sacando también los jóvenes jinetes y los de
a pie su “chuspa” (bolso de lana tejida) un poco de coca para “chakchar”, así
como el tabaco que portaban en taleguitas para envolverlo en pancas de maíz y
fumarlo, libando a la vez la tradicional “chakta” (aguardiente de caña), que
algunos llevaban en sus cuernos de vaca.
Después de algún tiempo de reposo
y llenos los carrillos de “pikchu” (bolo de coca), se pusieron a embozalar a
los caballos y, prosiguieron la caminata a paso ligero, siendo divisados a una
distancia de tres millas por los tres animales. Los toros levantaron la cabeza
y enroscaron los rabos sobre las ancas, en señal de rabia, para acometer en
seguida; pero el sonar de las trompetas, tambores y clarines, el ladrido y la
embestida de los perros y los impactos de los hondazos lanzados por los de a
pie, pusieron en fuga a los toros, que en desesperada carrera subían el cerro.
En ese momento cargaron los de a caballo con las lanzas listas para infligirles
heridas mortales. Jadeantes ascendían los caballos tras los toros. Cuando éstos
ya habían llegado a la cima volvieron a huir los cornúpetas de la presencia de
los lanceros. Pero al llegar a unos peñascos, el de color rojo apartándose de
los otros dos, se había introducido a una cueva, llegando también a los pocos
instantes sus perseguidores. Estos se situaron a los costados de la entrada y
otros entraron a provocar la salida y esperaron al toro, que no fue encontrado.
La cueva estaba vacía y al penetrar en ella sólo vieron un polvillo rojo con
chispitas brillantes que se veían a la luz del sol, notándose también un olor
asfixiante y apestoso a metal. Salieron de allí los hombres con una tosesita
seca de tísicos.
Los peatones, que subían
fatigados, vieron de pronto que por otra falda del cerro corrían velozmente dos
de los toros perseguidos y, creyendo que había sido cogido el rojo, aceleraron
la subida, encontrándose a poca distancia con sus compañeros, por quienes
fueron informados de la extraña desaparición del animal. Prosiguieron en la
persecución de los toros, que habían llegado a la laguna de Patarcocha. Estos
toros volvieron a emprender veloz carrera hasta llegar a la laguna de
Quiulacocha donde se separaron el uno del otro. El negro se dirigió hacia
Goyllar y el blanco hacia Colquijirca, tomando la dirección de la laguna de
Yanamate. En persecución del toro blanco fueron una parte de los de a caballo y
peatones, alejándose más y más el animal, que a la distancia se veía como un
punto blanco. Principiando la bajada hacia Colquijirca, se había desencadenado
una tempestad de rayos y granizos, cubriéndose la pampa de nubecillas blancas
que impedían ver al animal. Fue entonces cuando Quilco (Gregorio), el mayor de
los hombres que perseguía a los toros, dirigiéndose a su compañero Lauli
(Laurencio), le dijo: Mala seña. El “pachap suyo” (nubes de tierra) se ha
interpuesto. Todo está perdido y no nos queda sino ir rastreando por la
“chiura” (fangal) los pasos del toro. En efecto, en medio de la niebla,
atinaban a seguir los rastros que los perros husmeaban, llegando por fin a una
lagunita donde desaparecían las huellas, notándose cerca del borde turbia el
agua, como si alguien hubiera removido el lodo hacia el fondo.
Algo semejante sucedía con los
hombres del otro grupo, pues cuando llegaron a la actual población de Goyllar,
en cuya dirección se encaminaba el toro negro, fueron sorprendidos por vientos
huracanados que hacían caer las piedras de los cerros, apareciendo igualmente
una densa humareda negra que se levantaba como un incendio, por lo que
atemorizados por esos extraños fenómenos tuvieron que volver en precipitada
fuga.
Al día siguiente, todos los
indios que intervinieron en el “chaco” se habían buscado para contarse lo que
sucedió. Acordaron en la reunión volver al cerro Santa Rosa para ver si habían
vuelto los toros huidos; pero, cuando llegaron a los hermosos pastales ya no
fueron hallados ninguno de los tres toros.
Desde el día siguiente, los
indios echaron sus rebaños de carneros, llamas, y otros animales al cerro de
Santa Rosa. Empezaron también los pastores a construir sus chozas, poblándose
así la región.
Transcurridos algunos años,
fueron descubiertas las grandes vetas de oro y cobre en el Cerro Santa Rosa,
las de plata en Colquijirca y el carbón de piedra en Goyllar. Los tres toros,
eran el ánima de estos fabulosos yacimientos.
ATOJ HUARCO (Leyenda)
A la vera del viejo camino
carretero que unía al Cerro de Pasco con la hermosa ciudad de los Caballeros de
León de Huánuco existía un puente que cruzaba el bullente Huallaga justo donde
el camino entraba en un recodo estrecho y peligroso. Aquí acaeció, en tanto
tuvo vigencia, muchos accidentes fatales. En la parte alta de esta fatídica
curva rocosa, se podía ver muy claramente, a un zorro petrificado colgando del
cuello. La tradición oral se encargó de ir transmitiendo, generación tras
generación, la siguiente leyenda para explicar su extraña formación.
Aseguran que mucho tiempo atrás,
sobre el farallón por donde se extendía el viejo puente, existía un pueblecito
pintoresco y pacífico cuyos habitantes vivían de la generosa producción de sus
chacras y la atención de su abundante ganado. Sus vidas, libres de apremios y
problemas, transcurrían en medio de una apacible quietud. Las gentes muy sencillas,
creyentes y trabajadoras, se trataban unas a otras con una conmovedora y
estrecha familiaridad. Todo transcurría feliz y plácidamente hasta que un día,
ante su asombro, apareció un grotesco personaje que fue a vivir como un demonio
-heraldo de la maldad- en una sombría caverna de las alturas desde donde podía
dominar ampliamente el panorama de aquel pueblo pequeño.
Su rostro fiero, sanguíneo y
anguloso, tenía la viva similitud con un zorro rapaz, su pelambre rubia y
completamente erizada, hacia más terrible su faz torva y tumefacta. De cuello
de buey y amplias espaldas, tenía un andar simiesco con el bamboleo de sus
grandes brazos y gigantescas manos. La indumentaria que cubría su cuerpo
descomunal era de un negro grasiento y repugnante
Muy pronto el miedo de la gente
indefensa se trocó en terror cerval. Este monstruoso engendro, aprovechando la
oscuridad de la noche, efectuaba rápidas incursiones en el pueblo para llevarse
las ovejas más gordas y las gallinas más grandes. Como la multitud pacífica no
podía hacer nada para evitar sus tropelías, la osadía del personaje creció
amenazadoramente hasta llegar sus latrocinios a plena luz del día. Por su
enorme parecido físico y su costumbre de hurtar animales -ignorantes de su
verdadero nombre- terminaron por denominarlo ATOJ (zorro).
·
¡ATOJ MISHICAMUN! (¡El zorro viene¡)- era el
grito que cualquier campesino largaba al ver el inicio de las correrías del
misterioso personaje. En ese momento lo abandonaban todo y se encerraban en sus
viviendas presas de un terror indescriptible. Los hombres, claro, se
encontraban trabajando en el campo.
Entre los más asustados
habitantes del lugar, había un matrimonio que tenía una preciosa hija de
dieciocho años de hermosos ojos negros y grácil caminar, llamada Herminia. A la
sola mención de Atoj la pobre muchacha enmudecía y se llenaba de pavor
temblando como una hoja.
Sucedió que un día que Herminia
se encontraba sola en su vivienda atareada en la preparación de los alimentos,
horrorizada vio aparecer la figura del Atoj en el quicio de su puerta. Sus ojos
como las moras se abrieron espantados en tanto su rostro capulí se tornaba
lívido. Sus manos trepidantes cubrieron instintivamente sus labios carnosos y
el torno armónico de sus piernas comenzó a perder fortaleza. Sin embargo, impulsada
por la grave situación en la que se encontraba, reunió las pocas energías que
le quedaban para propinar un empellón al monstruo y salir huyendo a campo
traviesa. No fue muy lejos. Impelido por una torva y apremiante lujuria, el
Atoj le dio alcance. Cuando el monstruo comenzó arrancarle las telas de su
corpiño y hacer jirones sus vestiduras, Herminia se desmayó.
Cuando despertó, claramente, se
dio cuenta de su desgracia. El atoj dormía a su lado muy rendido. Ni siquiera
lloró la muchacha. Sintiendo todo el peso de su deshonor, rápidamente tramó su
venganza. Abrazó fuertemente al atoj y se impulsó de tal manera que ambos
rodaron pendiente abajo. El cuerpo de ella cayó desde la altura rompiendo la
quietud de las aguas del Huallaga. El atoj sorprendido, en todo momento trató
de salvarse, pero no pudo. La hierba de la que se trataba de sujetarse fue
enredándose en el cuello y, cuando terminó el abismo, quedó colgando ahorcado.
De ahí su nombre: Atoj huarco
Aseguran que Dios, para castigar
su maldad, lo convirtió en piedra en tanto ella, yace en un mundo de paz dentro
del agua; por eso cuando se mira detenidamente el discurrir del agua desde el
puente, se ve aparecer la imagen de Hermicha, rodeado de una aureola de espuma,
semejante a una corona de rosas blancas.